Desde hace trece años, mes a mes nos reunimos tres amigos de colegio a chismear, degustar un chifa y solucionar el mundo. O al menos el Perú, que ya es mucho decir. Además todo peruano que se respete tiene una solución a los grandes males de nuestra república.
Los tres acariciamos el medio siglo. Nuestro punto de reunión siempre es un parque en el barrio donde crecimos. Nos las arreglamos para que alguien llegue tarde mientras los otros adelantan sus novedades. Alberto lleva auto y ya reunidos con Álvaro partimos hacia el mismo chifa, a pedir lo mismo siempre, aunque demoremos veinte minutos frente al mismo mozo de toda la vida que nos mira complaciente, y a quien finalmente hacemos el pedido de una manera críptica: ocho, doce, dieciocho.
Esos números se corresponden con una lista de menús. Tallarín Taipá, Combinado de arroz Chaufa con tallarín saltado y Pollo Tipakay. Este último nombre es una redundancia porque kay alude siempre a la carne de pollo pero no estamos para exquisiteces.
El hábito se hace ley y el pedido debe llegar muy caliente. Todos los menús vienen con sopa wantán. Llega desde el infierno decimos, aún en verano, y pedimos Inka Kola helada para acompañar la cena. De tanto repetir este pedido, puedo confirmar que el hombre es un animal de costumbres, por pura comodidad, por miedo a la decepción del cambio, por pereza mental, por perpetuar el momento.
Cuando hemos querido arriesgar un cambio, Alberto se queja de su Tipakay, Álvaro de los precios y yo del servicio. Este chifita resulta como la enamorada adolescente que no podemos descuidar.
Mientras cenamos alcanzamos a distinguir algo de un televisor lejano, identificamos las noticias del día, rajamos del ministro tal o cual, tomamos posiciones iniciales sobre la actualidad política local e internacional, pero en ejercicios breves, amagos apenas, como para no arruinar la cena y el placer de estos platillos agridulces.
Nos reímos de cualquier nimiedad. Álvaro es el de los chistes, siempre, desde que nos conocemos hace casi cuarenta años. Alberto es catastrofista, todo lo quiere arreglar destruyendo primero para empezar de cero, dice. Yo reto su lógica y me divierte ver cómo asoman las fobias, en sus extremos más primarios, subconcientes diríamos, y afloran esplendorosos el racismo y la violencia. Todo lo políticamente incorrecto encuentra su desfogue en esta charla de sobremesa.
Álvaro disfruta con los lances y generalmente matiza la discusión con un chiste grueso, un chascarrillo, vamos una pachotada. Y la carcajada acude presta para tomar nuevos impulsos. Bromeamos a más no poder con el carnet y la tradición familiar aprista de Álvaro, y podríamos asegurar, casi, que es de los pocos apristas rescatables. Todo es en broma y en serio, también.
Tantas veces hemos pedido lo mismo en este chifa, nos hemos sentado en la misma mesa, hemos realizado el mismo ritual una y otra vez durante ciento cincuenta meses, que no podría recordar una cena en particular. Todas son una, la misma. La que tendremos en una semana, porque se acerca fin de mes.