martes, 27 de mayo de 2008

Ocho, doce, dieciocho


Desde hace trece años, mes a mes nos reunimos tres amigos de colegio a chismear, degustar un chifa y solucionar el mundo. O al menos el Perú, que ya es mucho decir. Además todo peruano que se respete tiene una solución a los grandes males de nuestra república.

Los tres acariciamos el medio siglo. Nuestro punto de reunión siempre es un parque en el barrio donde crecimos. Nos las arreglamos para que alguien llegue tarde mientras los otros adelantan sus novedades. Alberto lleva auto y ya reunidos con
Álvaro partimos hacia el mismo chifa, a pedir lo mismo siempre, aunque demoremos veinte minutos frente al mismo mozo de toda la vida que nos mira complaciente, y a quien finalmente hacemos el pedido de una manera críptica: ocho, doce, dieciocho.

Esos números se corresponden con una lista de menús. Tallarín Taipá, Combinado de arroz Chaufa con tallarín saltado y Pollo Tipakay. Este último nombre es una redundancia porque kay alude siempre a la carne de pollo pero no estamos para exquisiteces.


El hábito se hace ley y el pedido debe llegar muy caliente. Todos los menús vienen con sopa wantán. Llega desde el infierno decimos, aún en verano, y pedimos Inka Kola helada para acompañar la cena. De tanto repetir este pedido, puedo confirmar que el hombre es un animal de costumbres, por pura comodidad, por miedo a la decepción del cambio, por pereza mental, por perpetuar el momento.

C
uando hemos querido arriesgar un cambio, Alberto se queja de su Tipakay,
Álvaro de los precios y yo del servicio. Este chifita resulta como la enamorada adolescente que no podemos descuidar.

Mientras cenamos alcanzamos a distinguir algo de un televisor lejano, identificamos las noticias del día, rajamos del ministro tal o cual, tomamos posiciones iniciales sobre la actualidad política local e internacional, pero en ejercicios breves, amagos apenas, como para no arruinar la cena y el placer de estos platillos agridulces.

Nos reímos de cualquier nimiedad. Álvaro es el de los chistes, siempre, desde que nos conocemos hace casi cuarenta años. Alberto es catastrofista, todo lo quiere arreglar destruyendo primero para empezar de cero, dice. Yo reto su lógica y me divierte ver cómo asoman las fobias, en sus extremos más primarios, subconcientes diríamos, y afloran esplendorosos el racismo y la violencia. Todo lo políticamente incorrecto encuentra su desfogue en esta charla de sobremesa.


Álvaro disfruta con los lances y generalmente matiza la discusión con un chiste grueso, un chascarrillo, vamos una pachotada. Y la carcajada acude presta para tomar nuevos impulsos. Bromeamos a más no poder con el carnet y la tradición familiar aprista de Álvaro, y podríamos asegurar, casi, que es de los pocos apristas rescatables. Todo es en broma y en serio, también.


Tantas veces hemos pedido lo mismo en este chifa, nos hemos sentado en la misma mesa, hemos realizado el mismo ritual una y otra vez durante ciento cincuenta meses, que no podría recordar una cena en particular. Todas son una, la misma. La que tendremos en una semana, porque se acerca fin de mes.

domingo, 25 de mayo de 2008

Corbatas y camarones a la piedra


Bebeuveá
. Diez y veinte aeme de un sábado cualquiera. Una pantalla expeditiva me proporciona mi tíquet y voy a esperar sentado que alguna de las cuatro ventanillas de la agencia me atienda.


Muy pronto constato que una de ellas nunca atenderá a nadie y dos de las ventanillas restantes rápidamente se atascan con dos clientes que depositan miles de soles en sencillo y billetes chicos. ¿Por qué siempre me pasa a mí?


Para pasar el rato los del banco pensaron que otra expeditiva pantalla nos avise nuestro turno - que nunca llegará - y mientras tanto nos pasan propaganda y una especie de magacín con consejos de vestir, recetas de cocina y turismo.

En un curso súper veloz aprendo cómo hacer tres tipos de nudo de corbata, cómo preparar camarones a la piedra, cómo llevar un saco de manera formal e informal, cómo preparar un queque grande de braunis - 16 porciones te cuestan 24 soles -, cómo es la plaza de Catacaos.

Entre repetición y repetición noto que las dos ventanillas atascadas siguen atascadas, que uno de esos clientes es un patita que lleva las modas de las pandillas, buen camuflaje para alguien que llega para depositar veinte mil soles en sencillo. En la otra ventanilla atascada continúa la misma señorita gorda que estaba cuando llegué hace media hora, qué horror, ya me cansé de ver su trasero en jean, asexuado, jaspeado, cuadrado, sin gracia. La odio aunque no le vi el rostro.

La única ventanilla libre atiende a paso de Chencha, pero al menos avanza. De pronto mi tíquet DA51 se confunde porque en la pantalla grande se produce una danza de números y letras que cambian para estresarme más. No me queda otra que refugiarme en el paseo por Catacaos, repasar cómo se prepara unos ricos camarones a la piedra y certificar que ya aprendí a realizar tres tipos de nudos de corbata. Lo más parecido a esta experiencia es el viaje en microbús por las cercanías de Gamarra.

Mi turno por fin parece que llega - pasaron setenticuatro minutos - ahora misteriosamente ya están atendiendo las cuatro ventanillas a la vez, la pantalla dice que me toca, me acerco a la ventanilla cuatro, la que nunca se atascó, realizo el depósito en exactos veinticinco segundos y me voy. Este banco atiende tan rápido.


Sugerencia para los microbuseros: Pongan televisores que nos enseñen cosas tan útiles como preparar camarones a la piedra y cómo anudar la corbata de tres maneras distintas.

sábado, 24 de mayo de 2008

A Hawaii en microbús


La 9. Rímac - La Marina - Los Olivos. Tremendo vueltón. Por suerte parto del Rímac y mi destino es Lince. Igual son cuarenta minutos. Llevo mi emepetrés de ciento veinte canciones que me regalaron mis hijas pero piña, la pila murió.

Me viene a la mente aquel apunte sobre las horas que pasamos viajando en microbús. De toda nuestra vida en promedio pasamos cuatro años a la mitad de nada, en estas unidades que se resisten a morir.

Sea pues.
Hay varios asientos vacíos. Me dispongo a pestañear de cuando en cuando, tal vez tararee en mi mente algunos de esos emepetrés que no sonarán hoy, tal vez me entretenga viendo chicas, traseros, tetas, ojos, en ese orden. Existen grandes ofertas para la vista, buenas y de las otras.

Apenas han transcurrido cinco minutos desde que subí, y de pronto de reojo veo que asoma una pareja de viejos tambaleantes, tropezando con algunos pasajeros. Dos ciegos pensé al toque. Pero él se queda de pie y ella avanza para tomar asiento. Fácil entre los dos suman siglo y medio.

Él inicia su discurso mencionando algo sobre su ceguera y nos advierte que su señora allí presente pasará a recibir las colaboraciones en cuanto termine de cantar un par de canciones para levantar el ánimo. Arranca con una canción cristiana pero muy alegre, casi reguetonera, contrastando con su aspecto pobre, apenas abrigado, y con los lentes negros de rigor.

Voy con las justas en el sencillo y de pura suerte para ellos me sobran veinte céntimos que decido aportar inmediatamente. La verdad que casi nunca doy dinero porque son tantos los cantantes, vendedores, magos, ex-drogadictos, vegetarianos, naturistas, portadores de recetas, turistas por accidente, despedidos de hace diez años, etc. que mi razón me indica que no puedo ayudar a todos y así la batalla de la misericordia está perdida en mi flaco bolsillo.

Claro que esta mañana se ve diferente, entusiasta, no sé si por mí o por la pareja de aparentes ciegos: los dos llevan lentes oscuros pero ella lo guía y recoge el óbolo. Tal vez en el siguiente micro inviertan los papeles, cómo será. Pero el detalle que me sorprende es la vestimenta de ellos, algo estrafalaria, limpia pero discordante, como la mezcla de varias modas y colores, de muchos años, y sobre todo la chaqueta marrón de ella, cual motociclista, con la inscripción grande en la espalda:

SURF NOW
WORK LATER

La frase me transporta inmediatamente a Hawai, escucho a los Beech Boys, hincho por la Mulánovich. Imaginarme en un gran tubo y posponer el trabajo indefinidamente, lo que dure el infinito tubo. Soñar no cuesta nada. Ni siquiera veinte céntimos.

Los baches y las frenadas me traen a la realidad, la espalda de ella se aleja, ya van a bajar, agradecen y bendicen a todos, la frase pierde sentido, los veinte céntimos de muchos pasajeros se bajan con ellos, y por tres o cuatro minutos el mensaje de las canciones cristianas lucha por hacerse carne en esta fría mañana de mayo.

Los minutos y la reflexión se hacen añicos porque acaba de subir un ex-presidiario y ya empieza con su rollo, entre amenazante y perdonavidas. Piña por él, estoy con las justas para el pasaje.

Y esta vez no miento.